martes, 17 de noviembre de 2009

¡Qué bello es vivir! Vol.2

La independencia es maravillosa. Sí, es cierto, puedes hacer lo que quieras, cuando quieras, con quien quieras... entonces ¿Por qué te quedas los sábados encajada en el sofá, tapada con una mantita y dando cabezadas durante una peli hasta que a las doce te vas a dormir como una anciana prematura?
Porque la independencia amuerma, sí.
Vas al trabajo/los estudios, madrugas, vuelves hecha un trapillo, haces comida, recoges la casa, friegas los platos... y para cuando te has dado cuenta estás tirada en el sofá con la babilla medio colgando (como si te hubieran enchufado una refriega de valium) y en un estado semi-comatoso viendo algun programa chungo de corazón de sobremesa.
Lo que antes era una fiestecita en casa, a gusto, con los amigos, tomar algo, ver unas pelis... vamos, un plan estupendo, ahora se ha convertido en un horror, porque:
1. Tienes que tener toda la casa perfecta, no vaya a ser que venga el típico graciosillo con "Hay que limpiar más ¿eh? Cómo se nota que mamá ya no vive contigo.
2. Tienes que tener de todo para cenar/beber, porque cada uno es de su padre y de su madre, así que acabas teniendo la despensa llena de cosas que no sabes si alguien va a comer y que deseas con todas tus fuerzas que sea así porque de lo que estás segura es de que no quieres acabar comiéndotelo tu.
3. Te pasas la noche con el sentido arácnido activado para poder hacer un salto mortal en el último segundo cada vez que una copa amenace con caer en la alfombra o una patata frita bañada en ketchup haya decidido caer en picado sobre el sofá.
4. Cuando se van y te giras en la puerta de la entrada a la casa y miras el salón piensas... maldita sea la hora en la que invité a esos pequeños demonios huracanescos a mi pobre casita.
Y sí, aunque son tus amigos y estar tan sola siempre es muy duro, te lo vas a pensar MUY, PERO QUE MUY bien, antes de volver a abrirles las puertas de tu humilde morada.
Y bueno, claro, a la hora de salir nada es como antes. Ya no puedes ir a alguno de tus parientes cercanos y decir... oye que... bueno... voy a ir al cine, a ver si puedes darme algo...
No, la mendicidad se ha acabado, ya no puedes poner carita de pena porque ni espejo tienes para vértela. Así que muy a tu pesar, piensas en qué planes realmente quieres hacer (vamos, piensas en qué planes valen la pena como para comer choped la última semana de mes) y acabas por darte cuenta de que ninguno es lo suficientemente bueno como para poner en entredicho tu economía (y menos en invierno, que la calefacción es taaaaaaaaan necesaria)
Por lo que llega un momento en que cada vez que oyes de lejos, aunque sea de soslayo "nah, hoy plan tranquilo, tomarnos un par de cañas en el bar de enfrente" haces como la del anuncio del desodorante para prendas negras y te tiras directamente desde la ventana a medio vestir antes de que ese plan (que es de los únicos viables) se vaya lejos de ti.
Todo sea por no perder el contacto humano.
Aun así, el poder del amor de casa se vuelve implacable con el tiempo.
Ya no quieres tener rollos de una noche o, si los tienes, prefieres que sea en su casa, no vaya a ser que te manchen las sábanas que luego tienes que pensar en cambiarlas (ahora, justo, que las acababas de poner) lavarlas, tenderlas, recogerlas y estirarlas (todo esto si el viento no ha decidido que todo se acabe en la fase 2 y haya que retroceder a la fase 1). Pero acaba dándote pereza porque te gusta dormir en tu casa (remanso de paz) donde tienes justo lo que te gusta para desayunar y no hay problema en que desayunes una enorme magdalena de chocolate mientras pones los pies sobre la mesa.
Así que al final decides quedarte en tu casa, regar las plantas (que por la noche aguanta más), ver una peli perjudicial para tu autoestima mientras comes algo perjudicial para tu salud y te vas a dormir con la tranquilidad de saber que por mal que vaya todo, nadie lo sabrá nunca (muahahahaha).
Qué bonita es la independencia, jóvenes.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Si yo tuviera una escoba...

Hoy he vuelto a hacer limpieza. Sí, lo cuento como si fuese una hazaña, porque hoy en día no tenemos la preparación que tenían nuestros antepasados, esos brazos fuertes curtidos en el fragor del campo, esa habilidad fruto de escapar de un padre armado con el cinto, ni esa paciencia basada en los reglazos de un profesor sin rechistar. No. Hoy somos presas de las tecnologías... por eso sin ellas, amigos, no somos nadie.
Esta mañana me he levantado y he visto una .pelusa, qué digo una pelusa, era LA pelusa. Por su tamaño llevaba en la casa más tiempo que yo.
He pasado a su lado y nos hemos mirado sabiendo que no había suficiente sitio en esa casa para las dos y que, tarde o temprano una acabaría con la otra. Yo pensaba darme prisa. No quería ni imaginar lo dura que sería una muerte por asfixia con tamaña concentración de polvo y materia desconocida ¿De qué están hechas las pelusas? Si el 70% del polvo de una casa son escamas de piel... ¿Por qué las pelusas son grises? ¿A qué se debe tanto volumen? ¿Acaso no todo se reduciría a la tierra/barro que traemos en los zapatos de la calle? ¿Hay "permanentes" o champús de volumen en el mundo de las pelusas?
Preguntas a parte, cuando llegué a casa, miré con agresividad a mi pelusa, a la que a partir de ahora llamaré Crhistine (para que vea que sé que tiene clase), y me dispuse a elegir la mejor manera de acabar con ella.
Primero pensé en cogerla directamente con la mano y tirarla a la basura, pero luego pensé que si podía sacar tantísimo partido volumínico a unas cuantas escamas de piel y algo de tierrecilla, seguro que tenía dientes escondidos y podía hacerme una carnicería. Sí, tuve miedo.
Me dirigí al armario y pude ver la escoba, sí, ese palo arcaico que algunos de nuestros mas pequeños desconocen, pero yo, amigos, no tenía aspirador.
Una ráfaga de aire pasó, demostrando que Crhistine todavía podría huir de mí.
Me agazapé tras la puerta del salón donde creí que no podía verme y, segundos después, decidí atacar con todas mis ganas. Fue una dura lucha, sólo puedo decir, que ella acabó en una bolsa de plástico y yo aturdida tirada sobre el sofá.
Nunca me sentí más fuerte ni más realizada.
Me fui a dormir orgullosa de mí misma y al día siguiente, juro, brillaba mas el sol.
Pero como nada puede ser tan bonito, al cabo de un par de días al levantarme... allí estaba, allí, de nuevo, como si su peinado jamás hubiese sido oprimido por una bolsa del mercadona.
Nunca.
Estaba tan perfecta como el primer día.
Esta vez nos miramos con resignación. La resignación de saberr que ninguna de las dos volvería a vivir tranquila nunca más.
Ahora... después de conseguir un aspirador tengo dos cosas claras:
1) Mi vida con ese aparatito ruidoso (sí, es el aspirador, mal pensados) es mucho más feliz.
2)Crhisrine no fue el nombre que, ilusamente, yo pensé que se me había ocurrido debido a la sonoridad qué tenía para darle cierto estatus a mi pelusa, sino un claro reflejo de una sociedad cristiana, porque Crhistine, como Cristo, resucita siempre al tercer día.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Dientes, dientes...

...que eso es lo que les jode. Lo que les jode y lo que nos jode, claro.
Ahora mismo estoy inmersa en lo que se suele llamar "dolor de muelas" imagino que se llama así porque "método de tortura contra traidores en época de guerra" suena demasiado largo para utilizarlo coloquialmente.
El caso es que, sin comerlo ni beberlo (comer y beber, cosas que hoy en día casi me dan pánico), me vi inmersa en lo que es la tortura dental, por así llamarlo.
Cuando esto ocurre te ves inmerso en un maravilloso debate contigo mismo porque oh! sí, ahora toca ir al dentista.
Es curiosa esta persona, sí, curioso el gremio, los dentistas. Gente con una bata blanca que te mira con cara de pastor de iglesia recién salido del seminario, con mucha ilusión y una sonrisa enorme pensando "Ay.. pobre..". Cosa que tú notas a la primera.
Te intenta hacer el trance más agradable. Te llama por tu nombre y te da un par de palmaditas en la espalda cuando vas a sentarte en su silla de los horrores.
Luego el bfffffffffffffff horrible de su máquina te recuerda que es un ser maquiavélico y que estudió esto por amor al arte, sí, estudió como hacer daño a otros porque LE GUSTABA.
Y mientras tienes la boca abierta, las babas cayendo y las encías sangrantes empiezas a mirarle con unos ojos muy diferentes de los que tenías clavados en él al principio.
Odio amigos, mucho odio.
Luego llegas a tu casa con la boca como un campo de batalla pensando en por qué narices fuiste al dichoso dentista sin acordarte del dolor insufrible que tenías antes de ir, porque el dolor que te preocupa es el de AHORA.
Y el de AHORA lo ha hecho él. (maldito seas bichejo de blanco)
Así que te tiras los días siguientes automedicándote como un yonki del ibuprofeno, tanto, que llegas a conocer las mejores marcas e incluso intentas sobornar al farmaceútico con una de "Venga hombre... hazme una rebajita... que ya sólo me quedan dos días... anda..." hasta que algún amigo tuyo, asustado por la dependencia que tienes hacia los antiinflamatorios y los analgésicos decide sacarte de casa a ver si te distraes o te mete en una pelea que te cambie el dolor de sitio.
Al final pasas el mono.
Pasas unos pocos días sintiendo que cada mínimo pinchacito cerca de la zona bucal va a trastornarte para siempre, los dolores van a volver sí o sí y tú morirás presa de la locura. Pero una vez pasados un par de días de rigor vuelves a confiar en la suerte y en Dios todo poderoso y ves que el dolor ha desaparecido.
Al final recuerdas todo esto como un mal sueño y dejas de mirar los dulces de reojo como si fueran hijos del mismo satanás.
La vida vuelve a su sitio, el arcoiris tiene más intensidad que de costumbre, sonríes con más ganas a la gente y piensas que todo es maravilloso por haber superado tal experiencia en tu vida.
Pero otra vez, cuando menos lo esperas ¡Zas!
El ciclo de los dientes es lo que tiene.
Sabiendo lo que nos viene... al menos espaciado, por favor.

sábado, 25 de julio de 2009

¡Qué bello es vivir! Vol.1

Odio estar en esta casa. Es como vivir eternamente encerrada. Y digo vivir por decir algo.

Supongo que no es demasiado fácil de explicar, son de esas cosas que sólo puedes entender cuando te pasan, como estar embarazada o enamorada o quizá tener un orgasmo. Creo que no he conseguido saber qué se siente en ninguno de esos tres estados, así que supongo que valdrá para explicarme.

Es verano y cada día es un día normal más en el que no sabes qué pasará, pero sí sabes qué no pasará. No habrá paz, amigo, claro que no, eso es demasiado pedir en Bronca-villa.

Es… una especie de sensación de bloqueo, como cuando estas esperando en el tren hasta llegar a algún sitio y no te enteras prácticamente de nada. Algo así como estar adormilado.

No prestas demasiada atención a tu alrededor o, aunque lo hagas, tu cerebro parece estar tumbado en una hamaca en Hawai o por ahí. Dice que pasa de tus tonterías, que está cansado y que te olvides de sus servicios.

Qué majo.

De todas formas sirve para más bien poco porque cuando vives con una persona que está siempre cabreada, no necesitas el cerebro ni para reírte, porque ¿Sabes? Está mal visto. Ya parece que cuando otra persona no es feliz, tú tampoco puedes serlo, es una especie de cabreo colectivo (o con nosotros o contra nosotros).

Yo… estoy un poco harta de toda esta historia. Ya ni siquiera sé cuánto tiempo llevo en esta situación. Sé que son años, pero no acertaría la cifra ni de puro milagro. Menos de veinte, eso seguro, más que nada porque con unos pocos más yo no estaría ni en proyecto de venir al mundo.

De todas formas no recuerdo una época distinta a esta, será el alzheimer o qué se yo… cualquier excusa me vale para pensar que es cosa de mi memoria y no de esta apestosa vida.

Ahora he llegado a un momento crucial en mi vida, soy… ¿Insensible? No es cosa de egoísmo o falta de empatía o cosas así, no, nada de eso es… más bien… que no siento nada.

Recuerdo cuando tendría unos… trece o catorce años, tal vez incluso menos y, de vez en cuando, se me cruzaba algún chavalito resultón y me tiraba un par de días sin comer o sin dormir pensando en él, cuando le veía me temblaban las piernas, no conseguía articular palabra decentemente (tartamudez al poder), y todas esas cosas chachis (que no crees que sean chachis hasta que han desaparecido de tu vida).

Mi vida ahora es bastante más rutinaria.

Conozco a alguien. Bien. Nos reímos (ja, ja). Bien. Tenemos algunas cosas en común, charlamos acerca del sentido de la vida y lo majos que somos, lo encantados que estamos de conocernos. Bien. Besos. Bien. Sexo. Mmmm… psss ¿Bien? Y… ya está. Ahí se acaba todo.

La rutina puede repetirse todas las semanas, un par de veces al mes, unos cuantos meses y al final terminas por admitir que esa magia que siempre supiste que no existía, en efecto, no existe.

Y realmente no te da demasiada pena porque… hace tanto tiempo que no la sientes que ya es como si… como si echaras de menos ir en carrito (que todos intuimos que es muy cómodo, pero realmente no nos acordamos de si se pasaba demasiado calor o nos molestaba algún resorte)

Así que, una vez asumida toda esta historia, te sientas en el sofá y piensas en qué narices le ha pasado a tu cerebro, corazón o lo que sea que se supone te hace sentir “cosas”.

Te planteas si tal vez eres una especie de androide y estás llena de cables por dentro pero no te habías dado cuenta antes (y rezas para que no se cuele ningún chorro de agua si te haces un corte). Te planteas si eres alguna especie de… frígida emocional (que no entra nada, chica, no lo intentes). Incluso llegas a plantearte, no sé, si tal vez el mundo entero conspira para tenerte en la más absoluta ignorancia de sensaciones porque fuiste alguien muy, muy chungo en otra vida.

No sé por cual de todas apostar, pero creo que a partir de ahora tendré cuidado en la ducha.

Luego intentas consolarte desesperadamente en plan… “bueno… lloro con las películas” o cosas como “oye, que yo también sangro cuando me hacen una herida” y memeces del estilo que en el fondo no dicen nada.

Ya se sabe que mal de muchos…

Pero nada de eso te consuela de la triste realidad. Esa que te demuestra a cada momento que ya no sientes esas mariposas en el estómago (o sucedáneos) cuando ves a algún chico que te gusta. Que ya nada te quita el hambre ni el sueño (sí, marmota) que ya has asumido que todo es efímero y superfluo y no derramas ni una triste lágrima en pos de un amor que se va (o tal vez un par por tu orgullo herido).

También llega el momento en el que, una vez constatada la realidad y una vez nos hemos consolado diciéndonos que somos humanos, llega el momento de echarle la culpa al mundo (sí, la sociedad esa de la que todo el mundo habla).

Las películas de amor son el gran ente contraproducente. No, Romeo y Julieta no existen, no hoy, no cuando ya no se habla en verso ni hay grandes bailes de disfraces en los que una preciosa y virginal doncella se viste de ángel. Y no, ya no hay Don Juanes, bueno tal vez sí, pero ahora Don Juan no se va a quedar sólo con Doña Inés (ni Doña Inés sólo con Don Juan, ya que nos ponemos sinceros)

Acabas de ver una estupenda película de amor y se te saltan un par de lágrimas saladas pero dulzonas y piensas que el mundo es maravilloso y que el día menos pensado en el vagón de metro un apuesto galán te cogerá de la mano y te llevará a ver un mundo plagado de estrellas mientras coméis un helado de chocolate y… y luego te acuerdas del capullo de tu ex, o de tu padre o de tu amiga (la que le puso los cuernos a su novio y encima le echó la culpa) y entonces te das cuenta de que eres una maldita romántica que está fuera de su época (además de una mal hablada por ponerles tibios).

Así que las paredes de tu casa empiezan a caérsete encima, quieres salir y conocer a gente maravillosa en sitios estupendos y viajar y tener amores de verano de esos que se acaban pero dejan recuerdo.

Entonces te das cuenta de que no tienes un duro, que tienes una madre que te va a seguir poniendo hora de vuelta a casa hasta los 30 y de que te obligan a dar tantas explicaciones que para cuando quieres ir a vivir aventuras te has dado cuenta de que las tienes más planificadas que el horario de la facultad.

Y llega el momento en el que decides deprimirte, sí, porque todo es una gran mierda y encima eres intolerante a la lactosa por lo que no puedes cagarte en el mundo con una gran cucharada de helado de chocolate derritiéndose en tu boca.

Nada.

Al final lo de la conspiración va a acabar siendo verdad (¡Qué culpa tengo, oh, Señor, Perdóname!)

Y decides ponerte a contarle al ordenador (ese aparato tan majo que nos ahorra tinta en los bolígrafos Bic) que el mundo apesta y tú te has dado cuenta antes que nadie (que sí, que fui yo, buitres)

Cada vez me cuesta más sentirme viva. Quiero un perro.